Crazy Japan!: El bosque de los suicidas


 


El bosque de los suicidas

Hacía ya algún tiempo desde que Yukio empezó a ver los árboles. Al comienzo, siempre suele ocurrir, no le dio demasiada importancia a tal hecho. Veía los árboles donde debía verlos: Clavados en los parques, en línea y ordenados en el borde de las aceras, en macetas inmensas adornando la entrada de los centros comerciales. Lo extraño, para los demás, porque para Yukio nunca fue extraño, fue el verlos en lugares donde hasta ese momento jamás imaginó que se podrían encontrar: Los empezó a ver en el cubículo de su trabajo, en el interior de su viejo coche, en las diminutas habitaciones de su casa y, como si de un velo verde que iba cubriendo imperceptiblemente todos y cada uno de los aspectos de su vida, empezó a verlos en las piernas, en los brazos y en las caras de las pocas personas con las que conversaba cada día.

El proceso fue tan paulatino, tan levísimo en su funcionamiento, que Yukio solo llegó a percatarse de aquella peculiar circunstancia meses después de la primera visión. Y no fue por ver los árboles en sitios hasta ahora insospechados - cedros sustituyendo disimuladamente el lugar que ocupaban los percheros, abetos creciendo con vigor en las papeleras, impresos y folios del escritorio sustuidos por hojas secas, marrones y amarillas - sino por una minuciosa labor de unión de palabras y frases inconexas oídas a lo largo de las semanas. Unió el "cada día..." escuchado el lunes en la empresa, con el "...está peor" del miércoles en la escalera de su edificio. El "depresión" oído hace dos meses, con el "va hacer alguna locura" de anteayer. Yukio entendía aquellas palabras, podía unirlas y verles un significado, pero no comprendía porqué estaban dirigidas a él. Él era feliz así, viendo los árboles, sus árboles. Podía vivir, después de mucho tiempo, de una forma que a él le gustaba, viendo crecer las hayas que sobresalían por las ventanas de los edificios y riendo nerviosamente cuando los pelos de la persona con la que hablaba se convertían en raíces y crecían y crecían hasta cubrirle por completo la cara. Y sobretodo, porque aquella sensación que le apretaba el estomago, "la bola de alambres" como Yukio la llamaba, comenzaba a desaparecer después de tantos años. Él podía ver el arbol, ya solo le quedaba penetrar el bosque.


Unas semanas después, Yukio dejó su trabajo. En realidad, no supo encontrarlo. Lo intentó, con mapas, brújula y estrellas, pero aquellos árboles ya lo cubrían todo. No había un centímetro de tierra que no estuviera lleno de vegetación. Los árboles cada vez eran más altos, más frondosos, y ya no se limitaban a las especies comunes del país. Habían aparecido palmeras y pinos, que Yukio sólo había visto hasta entonces en los libros, junto a secuoyas inmensas y desproporcionadas. Hasta habían llegado a germinar especies que Yukio desconocía por completo de su existencia, especies de tamaños descomunales, de varios cientos de metros de altura, y con frutos dorados, verdes y azules. Yukio vivía bien en aquel lugar, en la ciudad convertida definitivamente en bosque, y sus habitantes convertidos definitivamente en corteza y hojas, inmóviles y, por fin, mudos.

Pero a Yukio aquello no le bastaba.

Acostado en una pequeña plantación de helechos que había crecido en el lugar donde antes se encontraba su cama, Yukio pasaba las noches sin dormir. En su interior algo le decía que más allá del bosque le esperaban cosas aún más maravillosas. Estaba convencido, porque su estómago, que lo sentía como lleno de hierba fresca recién cortada, rebosaba esperanza y convencimiento por aquella sensación. Cerró suavemente los ojos, y decidió que era hora de dejarse llevar por completo. Vio cosas, pero sus ojos ya volvieron a abrirse. Lo que sentía era sin lugar a dudas su propia transformación. Elevándose, fue transportado muy lejos de allí, lejos de aquel bosque sustituto de la ciudad, que en el fondo nunca había dejado de ser ciudad. Más elevado, más lejano, hasta otro bosque donde sí se respiraba la realidad por los poros de cada tronco. Más elevado, era infinito, donde su cuerpo ya no era su cuerpo sino que tenía una corteza rugosa por piel. Más elevado, menos Yukio, más árbol. Rodeado de cientos de personas-árbol como él, con sus mismos sentimientos y que, moviendo sus ramas al son del suave viento, le daban la bienvenida. Más arriba, más arriba, más arriba. Yukio ya solo ansiaba ser transplantado en su nuevo hogar. Cuanto más alto, más agarrarían sus raíces al hundirse en tierra. El sol calentaba como solo lo hace en los días más cálidos de primavera, y el Yukio de huesos, vísceras y problemas yacía en el suelo, muerto, después de caer desde lo alto de la copa de un árbol. La polícia no tardó mucho en encontrarle. Hallaron su cuerpo, desnudo, en un bosque cercano al Monte Fuji, famoso en los medios por ser el lugar en el que muchos suicidas decidían quitarse la vida. Lo encontraron con la cabeza partida. Tal fue el desagrado y conmoción de las autoridades, que decidieron sacarlo de allí con la mayor rapidez posible. Con nerviosismo recogieron como pudieron sus maltrechos restos y trasladaron su cuerpo. Con tanta prisa, que ninguno de los que se encontraba en aquel lugar se percató de que en el lugar exacto donde la cabeza de Yukio se partía en dos, una pequeña semilla había crecido.

Era un cerezo japonés. El único que había germinado en aquel bosque.


Inspirado en el bosque de los suicidas, lugar real de Japón.

Y también en los bellísimos relatos:
"Carta Póstuma" de Aura e
"Imágenes" de Dr Zito.

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